Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
09/12/2014 - 10:52

Culto a la “ch”

Derribando mitos, así como está permitido llorar sobre la leche derramada, se puede llorar también de alegría. ¡Que panda el cúnico, señoras y señores!, Chespirito se ha llevado un pedazo del niño que llevamos dentro, el niño que somos incluso aparentando otra cosa y, si no fuera por la televisión, se hubiese llevado nuestra niñez entera.

Sobre una de las letras que la Real Academia Española desechó en 2010 cuando tras 107 años dispuso un par de antipáticos recortes al abecedario, Chespirito asentó una carrera artística y, más tarde, construyó un emporio. Paradoja y casualidad, porque Roberto Gómez Bolaños reconoció que los nombres de sus personajes —como era de sospecharse desde un principio— habían sido fruto de la chiripa; ya al notar la coincidencia, siguió identificándolos con la misma letra: “Chapulín”, por ejemplo —según explicó él— viene del Náhuatl, el idioma de los aztecas. Y así todos los demás...

Chiste comienza con “ch”; otra casualidad. Dejó aclarado el creador del Chavo que no hacía “chistes” sino tramas donde lo importante era la acción. “Quizá esto explica el gusto de los niños —caviló—, yo tenía acción: un brinco, una caída o un gesto acompañando la imagen y el sonido”. Durante la misma entrevista, hace 15 años, contó que desde Perú le preguntaron si estaba consciente de que había sido el comediante más importante de América Latina en todo el milenio. Dijo que respondió esto: “Sí, pero aquí en México no lo podemos decir, ¡es una blasfemia terrible!... porque nadie es profeta en su tierra”.

No es que le gustaran los homenajes —al cabo que ni quería—, a contrapelo de su timidez hablaba casi como escribía guiones y libretos: a Chespirito, la astucia característica del Chapulín Colorado le llevó a atrincherarse detrás de una barricada de letras “ch”, dignificando sin querer queriendo al mismo dígrafo que fue académicamente borrado de un plumazo del alfabeto de la lengua española. “Con la zeta del Zorro”, jugábamos de niños dibujando en el aire el trazo incisivo del sable, en su corcel y solo cuando salía la luna. A nuestro léxico infantil podemos incorporar: “con la che de Chapulín”, porque, a esta altura, tendremos todos los movimientos fríamente calculados.

Debería dolerles a los académicos de la Lengua que sea esa la misma “ch” de Chespirito, de Chavo, de Chapatín, de Chómpiras, de Chaparrón Bonaparte. La “ch” de Chilindrina, de Chimoltrufia, de Chifladitos, de Chancluda, como era la Vieja. La misma “ch” de chusma, de chanfle, de chipote chillón, de chiquitolina, de chiripiorca y… da para pensar si no se le habrá chispoteado a la Real Academia, si no sería de mensos no devolver la “ch” a su lugar, entre la “c” y la “d”, habiendo motivos grandototototes…

El genio de la ingenuidad, el que inventó una narrativa singular, presente en el habla cotidiana 40 años después, partió para siempre con su atadito en un triste palo, dejando a la vecindad miserable. Miserable como era el Chavo, en la más abatida de las acepciones de esa palabra. Miserables como podemos ser nosotros si nos instalamos en el Ocho y vivimos medio segundo en un barril (y eso no será nada si nos imaginamos una niñez sin padres, sin juguetes y sin tortas de jamón que suenan en el estómago mientras un Quico aseado, impecable con su ropa de marinero nueva, las saborea en nuestras narices).

Hemos perdido un trozo de infancia y, si no, al menos retrocedimos a ella. Esto, solamente esto, merece que brindemos juntos por un hombre muerto, por una letra viva, haciendo chinchín con nuestras lágrimas.

¿Que perdurará en sus series, en sus películas?; consuelo de tontos.

Derribando mitos, así como está permitido llorar sobre la leche derramada, se puede llorar también de alegría. ¡Que panda el cúnico, señoras y señores!, Chespirito se ha llevado un pedazo del niño que llevamos dentro, el niño que somos incluso aparentando otra cosa y, si no fuera por la televisión, se hubiese llevado nuestra niñez entera.

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