Serotonina
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Ivan Arias Duran
25/05/2015 - 16:46

Los líderes emergentes y la soberbia

Como el soberbio es repulsivo, una de sus estrategias más habituales es esconderse, disfrazarse y confundir. Alfonso Aguiló nos enseña ocho disfraces habituales del soberbio para que sepamos identificarlo.

Continuando con la serie de lecciones aprendidas sobre la gestión pública, quiero referirme a un mal que suelen padecer muchos líderes emergentes, ni bien electos o a lo largo del ejercicio del poder: la soberbia. 

Como dijo un ilustrado, la soberbia es una forma particular de la  discapacidad que suele afectar a gobernantes, directivos, funcionarios, etcétera, pero también a porteros, choferes de colectivo, empleados públicos y a casi todos aquellos infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder.
Cuando queremos estar por encima de los demás estamos ante la soberbia, una actitud tremendamente dañina que siempre conduce a la desesperanza y a la mediocridad.

En nuestras incipientes democracias -como dice Benjamín Fernández Bogado- todo acaba en el ritual electoral, pero sin vivir los valores constitutivos de ellas y suele ser muy frecuente que quien es electo termine espetando al que no lo fue con: "y vos... ¿cuántos votos obtuviste?” Como si la razón o la verdad estuviera en el número de subrogantes de su candidatura. 

El sentido del servicio, que debería ser connatural al gobernante, es sustituido por una sensación de enojo, desprecio e insultos constantes con el que el soberbio ejerce el poder de ocasión.

Como el soberbio es repulsivo, una de sus estrategias más habituales es esconderse, disfrazarse y confundir. Alfonso Aguiló nos enseña ocho disfraces habituales del soberbio para que sepamos identificarlo.

1.  Unas veces se disfraza de  sabiduría, de lo que podríamos llamar una soberbia intelectual que se empina sobre una apariencia de rigor que no es otra cosa que orgullo altivo. 

2.  Otras veces se disfraza de  coherencia y hace a las personas cambiar sus principios en vez de atreverse a cambiar su conducta inmoral. Como no viven como piensan, lo resuelven pensando cómo viven. La soberbia les impide ver que la coherencia en el error nunca puede transformar lo malo en bueno.

3.  También puede disfrazarse de un apasionado  afán de hacer justicia, cuando en el fondo lo que les mueve es un sentimiento de despecho y revanchismo. Se les ha metido el odio dentro, y en vez de esforzarse en perdonar, pretenden calmar su ansiedad con venganza y resentimiento.

4. Hay ocasiones en que la soberbia se disfraza de  afán de defender la verdad, de una ortodoxia altiva y crispada que avasalla a los demás o de un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo, de querer tener opinión firme sobre todo. Todas esas actitudes suelen tener su origen en ese orgullo tonto y simple de quien se cree siempre poseedor exclusivo de la verdad. En vez de servir a la verdad, se sirven de ella —de una sombra de ella—, y acaban siendo marionetas de su propia vanidad, de su afán de llevar la contraria o de quedar por encima.

5.  A veces se disfraza de un  aparente espíritu de servicio, que parece a primera vista muy abnegado y que incluso quizá lo es, pero que esconde un curioso victimismo resentido. Son ésos que hacen las cosas, pero con aire de víctima ("soy el único que hace algo”) o lamentándose de lo que hacen los demás ("mira éstos en cambio...”).

6.  Puede disfrazarse también de  generosidad, de esa generosidad ostentosa que ayuda humillando, mirando a los demás por encima del hombro, menospreciando.

7. O se disfraza de  afán de enseñar o aconsejar, propio de personas llenas de suficiencia, que ponen a sí mismas como ejemplo, que hablan en tono paternalista, mirando por encima del hombro, con aire de superioridad.

8. O de  aires de dignidad, cuando no es otra cosa que susceptibilidad, sentirse ofendido por tonterías, por sospechas irreales o por celos infundados.
Según el sociólogo Max Weber, un político tiene tres cualidades: pasión, sentido de responsabilidad y mesura. Con el pasar del tiempo y del ejercicio del poder -dice Enrique Fernandes García- la falta de mesura le impide distanciarse de la realidad e interpretar correctamente lo que pasa en su municipio o país. Ocurre que cuando uno se considera excelso, supremo e irreemplazable, el engreimiento suele llevarlo al desprecio de la crítica. En este contexto, la gestión pública termina en prácticas autoritarias y se pasan por encima las restricciones legales.

Respaldado por sus parásitos oficialistas, un gobernante soberbio puede creer que su popularidad se mantiene imperturbable. Atendiendo a funcionarios lisonjeros, rechaza las encuestas ventiladas para probar la decadencia del Gobierno, bosteza si alguien diserta sobre los exabruptos ministeriales, sonríe ante solicitudes de circunspección e infravalora las denuncias que revelan hábitos corruptos de su entorno. 

Es comprobado que los palacios gubernamentales se convierten, con facilidad, en una torre de marfil, un espacio donde habitan sólo el ególatra y sus mosqueteros.
Como prolegómeno de su caída, el soberbio devenido en déspota, peor si es iletrado, supone que las multitudes lo apoyan sin vacilar. Desde las guaridas palaciegas (porque en eso convierten sus oficinas) juzgan que la situación dista mucho de ser adversa. Pero este convencimiento decae gracias al creciente número de insatisfacciones ciudadanas.
Una vez que los reclamos aumentan, las concentraciones oficialistas pierden esplendor. La fama fácil ofusca, pero no valida ninguna sandez económica o arbitrariedad que hiera al pueblo.

Curiosamente, todos los políticos que se creyeron invencibles no acabaron su mandato o lo acabaron muy mal. Mucho cuidado que el arte de gobernar no conoce de ensayos después de las convulsiones y confrontaciones sociales. Mucho cuidado con que se nos vayan de las manos las oportunidades de actuar con prudencia y sensatez.

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