Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
31/03/2015 - 10:48

Democracia: la ingenuidad de creer

Votar, a pesar de la “fiesta de la democracia”, no significa, per se, compleción democrática. Hay tristes ejemplos de votaciones que han ungido autoridades tremendamente perniciosas para Estados en democracia. Votar, por votar, poco deja si pasado ese acto efectivamente democrático no hay, por ejemplo, libertad de expresión.

El hombre no ha inventado forma de gobierno mejor que la democracia. Pero el común de los hombres confunde el hecho de votar con la democracia en su integridad. El voto es el medio, no el fin.

Con votar, con elegir, no alcanza para lograr la democracia a plenitud; se da un buen paso, pero no es suficiente. Si se trata de celebrar el significativo hecho del voto tomando como pauta automática la contraposición del sistema democrático con el autoritarismo, celebremos, pero con mesura. El cenit de la democracia se alcanza cuando el que recibe la confianza del voto cumple con las aspiraciones del que vota, no antes.

Votar, a pesar de la “fiesta de la democracia”, no significa, per se, compleción democrática. Hay tristes ejemplos de votaciones que han ungido autoridades tremendamente perniciosas para Estados en democracia. Votar, por votar, poco deja si pasado ese acto efectivamente democrático no hay, por ejemplo, libertad de expresión.

Votar es, en primera y última instancia, un acto de fe. Cada vez que alguien vota renueva su esperanza en tal o cual candidato, del que espera una sola cosa: que cambie sus promesas por realidades. Una quimera porque el votante cree, confía y después no puede hacer más que cruzar los dedos para no ser defraudado. Quien vota blanco o nulo, ya perdió la fe, no tiene ninguna esperanza.

“Ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otros sin su consentimiento”, decía Abraham Lincoln. Confiamos en una verdad: en la del político. Pero el nuestro es un animal político que aunque fuese nuevo y tuviera aspecto de bueno, nace con la marca histórica de la mentira en la frente; también de la corrupción. (Este no es un problema exclusivo del socialismo, ni del populismo, como algunos tratan de hacer creer solo por desprestigiar al de por sí desprestigiado torrente ideológico regional).

Se trata, entonces, de confiar o desconfiar, de creer o no creer. Y algunos legítimamente pensarán que el que cree, el que confía a esta altura de nuestras democracias, es un pobre ingenuo.

Aun así, creer es lo que nos hace despertar cada día y vestirnos y salir a la calle sin que la calle nos demuela con su abrumadora verdad. Votamos por eso. A algunos no nos importa si no hay fiesta, si hay payaso sin fiesta; igual votamos. Otros lo hacen por un pedazo de torta…

No, la democracia no es (solamente) el voto ni el voto (solamente) democracia. Parece pero no es: El voto da la capacidad de decidir, aunque sea un dictador ataviado de una cinta que le cruce el pecho y provisto de una sonrisa hecha en consultorio odontológico.

En vistas de que las promesas tardan en cumplirse o se duermen de por vida en el anaquel de la (des)memoria ciudadana, yo, que de ingenuo espero tener mucho, haría campaña para que la gente no deje de creer. Sé, a pesar de mi lado crédulo, que en nuestro medio se practica la política barata, la de la campaña ruinosa que denuesta a los electores para colocar en un pedestal a narcisos que encima tienen el tupé de amenazar a los osados que estuvieran pensando en votar por otros que no fueran ellos… ¡Aj!, groseros, lo sé, lo sé. Lo sé y, de todos modos, voto.

De nada serviría votar si no creyésemos. Para que el ciclo de la democracia se cumpla, es necesario confiar en que los políticos algún día no serán más ellos. Y exigirles, presionarlos a atender lo que nosotros queremos de la democracia. Al fin de cuentas la doctrina enseña que el poder (en democracia) reside en nosotros, el pueblo.

Y mientras no nos quedamos callados y confiamos al mismo tiempo que exigimos, bueno será soñar. Que soñar, un mundo mejor, no cuesta nada.

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